«Lamentablemente, así como los westerns, ese nueve de antaño está desapareciendo. Ahora los técnicos piden que el punta baje cada vez más. Ya no importa solo la definición, sino también el toque fino y la gambeta».

Cuando Sergio ‘El Checho’ Ibarra dijo que la última película que había visto era Por un puñado de dólares, me pareció simplemente un dato más del montón de la muy entretenida charla que tuvo con nosotros ese jueves 17 de mayo.

En ese momento solo sabía que era un western antiguo, protagonizado por Clint Eastwood, y ciertamente un clásico del cine. Nunca se me había pasado por la cabeza verla, pero le di una oportunidad con la finalidad de encontrar algo de lo que hablar en este texto. Y creo, a pesar de lo extrañas que puedan ser las líneas que seguirán, que la búsqueda dio frutos.

Para los que no la han visto, este clásico del Spaghetti Western (subgénero del western creado por italianos) inicia con la llegada de un parco cowboy a un pueblo por el que compiten dos familias: los Rojos y los Baxters. Algunos lectores se detendrán en este momento y dirán: “Aguanta, ¿qué tiene que ver el Checho con un cowboy?”. Mucho, querido lector. El Checho es el cowboy.

Por un puñado de dólares (1964) – Director: Sergio Leone

El Checho tiene algunas características similares al “Hombre sin nombre”, interpretado por Clint Eastwood. En primer lugar, el vaquero llega, solo, a una tierra que no conoce. El Checho llegó al Perú, país que solo conocía por el terrorismo, después de que lo compraran, con dieciocho años y casi sin que su decisión, ni la de sus padres, sea tomada en cuenta. Es por esas tierras desconocidas que ambos se hacen rápidamente de un nombre debido a sus cualidades: uno disparando contra bandidos y el otro disparando contra las redes de los equipos rivales.

Cuando uno escucha las historias del Checho se da cuenta rápidamente de dos cosas: la primera es su gran sentido del humor. La segunda, y aquí está otro paralelismo, su fuerte sentido de moralidad. Cuando uno escucha al Checho hablar se da cuenta de que es alguien que nunca traicionaría sus principios para conseguir algún beneficio económico. El vaquero del film, en un principio, parece que es un ser frío que busca beneficiarse del clima de violencia del pueblo para conseguir dinero. Pero luego, conforme avanza la historia, no damos cuenta de que el personaje es más profundo de lo que parece. En una escena devuelve un dinero que no considera que se lo merece y luego, cerca del final de la historia, arriesga su vida para reunir a una mujer secuestrada con su esposo y su hijo.

Sergio Ibarra le anotó su primer gol en el fútbol peruano
a Sporting Cristal (1993). Tenía 20 años.

Los nueves de ahora

En el fútbol actual hay una tendencia muy extendida a hacer que el nueve se integre cada vez más al juego colectivo del equipo. Quienes vimos jugar al Checho sabemos que él era un delantero de los antiguos. Él no servía para el tiki-taka. Así como el cowboy se ganaba la vida solo en la llanura, el Checho se ganaba la vida solo en el área. Mientras el cowboy luchaba contra los bandidos, el Checho luchaba contra los defensas. Así lo hizo desde chico en los barrios picantes de Río Cuarto en Córdoba, su tierra natal, y lo siguió haciendo por cada provincia por las que pasó en el país que lo acogió.

En la película, el cowboy, siempre ingenioso, usa todo lo que encuentra a su alcance para conseguir sus objetivos. Para el Checho, su objetivo era uno solo: el gol; y también usaba todo lo que tenía para conseguirlo. Si había que meterle un rodillazo a la pelota para que entrara, se lo metía. Si había que meterle un orejazo, un ojazo o un narizazo, se lo metía. Todo valía.

De toda factura, Sergio Ibarra anotó un total de 275 goles en el fútbol peruano.
Es, como se le dice, nuestro goleador «prehistórico». (Video: CMD)

El nueve antiguo tenía una mística que lo envolvía. Era una especie de llanero solitario que debía sobrevivir en el terreno más hostil de la cancha: el área contraria. Era alguien que estaba cómodo entre patadas mal intencionadas y que podía jugar de espalda al arco pero que nunca lo perdía de vista. Esa obsesión con el gol era lo que los hacía ganarse el cariño de la afición. Obsesión que el Checho descubrió que tenía desde los nueve años, cuando se puso por primera vez ese número mágico en la espalda y nunca más se lo volvió a sacar. Una adicción loca que le sirvió para hacer propia una nación ajena y para hacerse querer por todos, sin importar las camisetas. También le sirvió para convertirse en el máximo artillero de la historia del fútbol peruano con 275 goles, quitándole el récord a una leyenda como Oswaldo ‘Cachito’ Ramírez.

Lamentablemente, así como los westerns, ese nueve de antaño está desapareciendo. Ahora los técnicos piden que el punta baje cada vez más. Ya no importa solo la definición, sino también el toque fino y la gambeta. Chicos cuya sola obsesión es el gol, como el Checho, tienen cada vez menos cabida en el fútbol moderno. Goleadores innatos que, por no tener lo que ahora se les pide, son rechazados por sus entrenadores.

Todos los centrodelanteros antiguos tenían algo de ese personaje de Eastwood. Eran recios, astutos, valientes y combativos. En ese sentido, el Checho es el máximo exponente. El Checho es el cowboy.